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José Antonio SEGRELLES SERRANO
Departamento de Geografía Humana
Universidad de Alicante - España
Droits de
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LESTAMP -
2005
Dépôt Légal Bibliothèque Nationale de France
N°20050127-4889
La extinción de la guerra fría no ha representado una
suavización de los típicos antagonismos y desequilibrios propios
del capitalismo histórico. Además, ha supuesto un decisivo
impulso para la progresiva liberalización del comercio mundial y
para una mundialización económica que ya venía gestándose desde
varios decenios atrás. En este contexto, la mundialización, al
socaire del neoliberalismo, constituye un eufemismo que se
utiliza en la actualidad para designar esa fase avanzada del
capitalismo mundial que persigue a toda costa incrementar sus
tasas de ganancias en territorios cada vez más amplios,
amparándose para ello en la tendencia generalizada hacia la
liberalización del comercio y de los mercados de capitales, la
creciente internacionalización de las estrategias empresariales
de producción y distribución y el desarrollo tecnológico. Es
decir, nuevas estrategias que sirven a un viejo ideario de
acumulación y reproducción del capital (Segrelles, 1999).
A este respecto, I. Wallerstein (1988) indica que el intercambio
desigual y la transnacionalización de las mercancías son
prácticas antiguas que caracterizan tanto al capitalismo del
siglo XVI como al del siglo XX, y con total seguridad también al
de la presente centuria. Sólo cambia la intensidad y amplitud
del fenómeno, las estrategias y métodos seguidos o las
posibilidades tecnológicas, pero no la esencia del proceso y
dinámica capitalistas. A veces, la modificación únicamente
estriba en una mera cuestión semántica, pues si en vez de la
eufemística mundialización utilizamos el término
imperialismo y releemos los proféticos textos que V. I.
Lenin escribió a comienzos del siglo XX, se puede comprobar que
el meollo del asunto, es decir, la polarización económica, los
antagonismos y los desequilibrios sociales y territoriales,
sigue estando vigente. El proceso de mundialización no se
produce en un espacio abstracto e idealizado, sino que su
influencia se ejerce sobre territorios concretos a través de sus
brazos ejecutores: las grandes corporaciones transnacionales en
total connivencia con los gobiernos de los países centrales.
Precisamente es la dimensión espacial de este fenómeno lo que
diferencia la interpretación que del mismo hace la Geografía
respecto de otras ciencias sociales y humanas.
LA DIMENSIÓN ESPACIAL DE LA
MUNDIALIZACIÓN
Durante la última década del siglo XX
no sólo se ha teorizado sobre el “fin de la Historia” (Fukuyama,
1992), sino que algunos autores también lo han hecho, aunque de
forma un tanto precipitada, sobre el “fin de la Geografía” (O’Brien,
1992; Virilio, 1997), apoyándose para ello en la supuesta
desterritorialización del mundo como consecuencia del desarrollo
global de las nuevas tecnologías aplicadas a las
telecomunicaciones. En este sentido, como indica el Instituto
del Tercer Mundo (2001), el presunto fin de la dimensión
geográfica está estrechamente vinculado a la negación de la
Humanidad como la suma de todos los seres humanos repartidos en
la Tierra. Para percibir a la Humanidad necesitamos atender a
todos los puntos del globo y aquilatar cuáles son las
condiciones en que vive el prójimo en todos los rincones del
planeta. De este modo, la afirmación de que el desarrollo de las
comunicaciones ha “empequeñecido” el planeta, haciendo de él una
“aldea global” (McLuhan, 1998; McLuhan y Powers, 1996), es
inexacta, ya que la desatención de la localización geográfica y
de la existencia de miles de millones de seres humanos abre una
enorme brecha de desconocimiento y marginación. Es más, aquellos
que tienen acceso a las tecnologías globales, aparte de
constituir una minoría en el mundo actual, son los únicos que
pueden permitirse el lujo de decretar el fin de la Geografía y
olvidar que la Humanidad está compuesta por una mayoría de
habitantes a los que no sólo les resulta imposible disponer de
la tecnología de vanguardia, sino que ni siquiera tienen acceso
a una educación que les permita percibir una imagen del mundo en
su totalidad. Pese a la progresiva desmaterialización de la
economía, al desarrollo de los transportes y al avance de las
telecomunicaciones, la dimensión espacial de la mundialización y
de las actividades de sus brazos ejecutores, es decir, los
países dominantes y sus empresas transnacionales, queda fuera de
toda duda, ya que las estrategias y resultados de la
mundialización se producen, propagan y crean exclusiones en el
territorio.
La compartimentación territorial y el estudio del espacio en
forma de departamentos-estancos, característico del posibilismo
geográfico de la escuela regional francesa, se profundiza en la
actualidad con la fragmentación espacial que lleva a cabo la
Geografía práctica, pues los poderes públicos y la iniciativa
privada suelen potenciar, mediante una financiación selectiva o
una oferta discriminatoria de contratos, las investigaciones
aplicadas de relevancia económica y política, o lo que es lo
mismo, las más acordes con sus intereses. Pocas veces se
considera el espacio como un TODO interrelacionado e
interdependiente. De ahí que el Laboratório de Geografia
Política e Planejamento Territorial e Ambiental del Departamento
de Geografia de la Universidade de Sâo Paulo (Laboplan, 2000),
que se nutre de las ideas del geógrafo brasileño Milton Santos,
insista en la conveniencia de considerar y utilizar el concepto
de territorio usado, es decir, aquel que se constituye
como un todo complejo donde se teje una trama de relaciones
complementarias, conflictivas, mutuamente dependientes y en
continuo movimiento, conforme, en definitiva, con las leyes de
la dialéctica.
Esta dialéctica enseña que el espacio no es un conglomerado
casual de objetos y fenómenos, desligados y aislados unos de
otros y sin ninguna relación de dependencia entre sí, sino como
un todo articulado en el que dichos objetos y fenómenos se
hallan orgánica y recíprocamente vinculados unos a otros,
dependen unos de otros y se condicionan los unos a los otros. La
realidad no puede ser fragmentada si no quiere quedar
desnaturalizada. Del mismo modo, tampoco se trata de un ente
quieto e inmóvil, sino que se encuentra sujeto a continuo
movimiento y transformación constante, que se renueva y
desarrolla sin cesar y donde siempre hay algo que nace y
evoluciona y algo que muere y caduca (Politzer, 1985). El
estudio de la actual mundialización y de las actividades de las
empresas transnacionales no debe prescindir del territorio, ya
que éste aparece como un producto social y económico de las
nuevas tendencias globales desarrolladas en el planeta. El
espacio geográfico es el soporte de una sociedad y de una
economía y como tal es objeto de apropiación y lugar donde se
desarrollan las estrategias y conflictos de intereses de los
grupos sociales. Es así como el ser humano social crea
continuamente espacio (Trinca, 2001), ya que éste es una parte
integral de la construcción material y de la estructuración de
la vida social. Por todo ello, no puede servir de argumento
descalificador para el marxismo el hecho de que Marx eliminara
al espacio en sus análisis (Claval, 1977), toda vez que las
relaciones sociales y de producción del capitalismo se
desenvuelven sobre un sustrato espacial. Como señala al respecto
J. Estébanez (1995), la difusión de las comunicaciones no borra
las jerarquías, ni las nuevas tecnologías impulsan, por el mero
hecho de su existencia, el cambio social, consideración que
supondría caer en un determinismo tecnológico.
Asimismo, las facilidades para la comunicación no implican la
desaparición de los desequilibrios sociales y territoriales,
pues las ideas que plantean la existencia de una organización
socioeconómica actual en la que el espacio apenas cuenta se
contradicen con el grado de concentración de las inversiones,
innovaciones y el comercio en los países industrializados y
dominantes, pese a representar sólo un quinto de la población
mundial, y en detrimento de las naciones menos favorecidas. Esta
concentración de la riqueza también se produce en áreas
concretas dentro de cada país, de forma que se crean
desequilibrios espaciales que implican de hecho una exclusión
social y económica para los más desfavorecidos.
Por otro lado, es evidente que el capital, en sus vertientes
productiva y financiera, además de crear y modificar los
espacios, configura y vertebra su propio espacio
impulsado por su dinámica interna. Este espacio capitalista
puede manifestarse desorganizado, incluso caótico y
contradictorio (grandes áreas metropolitanas, zonas rurales
semidespobladas, abandono de la agricultura campesina, bolsas de
pobreza urbanas, desigual distribución social y territorial de
la riqueza, tupidas redes de transporte, áreas completamente
aisladas de los principales flujos de comunicación, activas
migraciones domicilio-trabajo por parte de la población,
heterogénea y desequilibrada industrialización, hipertrofia
terciaria), pero detrás de la simple apariencia ocular se
esconde un territorio muy bien organizado en el que cada
elemento, y sus relaciones con los demás fenómenos y procesos,
tiene una función específica dentro del sistema con el fin
último de generar beneficios y acumular y reproducir el capital.
Precisamente es en el desconcierto y confusión aparentes donde
el capital, fiel a su esencia inmanente, se siente cómodo y se
mueve a sus anchas para optimizar las inversiones realizadas.
Esto cobra mayor relevancia si se considera que el espacio
geográfico no se reduce al paisaje observable (tierras, recursos
naturales, ciudades, pueblos, fábricas, infraestructuras, redes
de transporte, equipos), pues los fenómenos y relaciones menos
visibles también permiten comprender la organización del
territorio, y quizás con mayor intensidad y precisión. Es el
caso de los poderes políticos, económicos y financieros, las
relaciones y conflictos de clase, la toma de decisiones, el
papel de los centros de gestión, los flujos del capital y las
inversiones selectivas, la difusión de las innovaciones, las
economías externas, el avance tecnológico o los mercados, es
decir, factores que poseen una influencia decisiva en la
creación, dinámica y control de los espacios y de las
actividades que en ellos se desarrollan, tal como estudió J. E.
Sánchez (1981). Todas las formas de expresión de la existencia
humana constituyen el canal de comunicación socioespacial para
la comprensión y explicación de las distintas unidades
territoriales, como resultado y medio de la acción, en las
visiones relativas de tiempo y espacio, según afirma I. Martínez
de Erralde (2001). Las relaciones sociales son, por lo tanto,
una abstracción concreta y no tienen existencia real sino en el
espacio y a través de él. Es por ello que se deben valorar las
conexiones existentes entre la estructura espacial y las
relaciones sociales, así como los intereses de la sociedad y su
influencia en la configuración del espacio.
Siguiendo con esta argumentación, A. López Gallero (1999) afirma
que a medida que transcurre el tiempo la vida de los grupos
humanos es cada vez menos explicable por la relación que
mantienen con el territorio donde se asientan, ya que muchas
veces forman parte de flujos decisivos que no son perceptibles,
como sucede con los movimientos financieros. Para M. Santos
(1985), los elementos que conforman el espacio serían los
hombres, las firmas, las instituciones, el medio ecológico y las
infraestructuras. Una década más tarde este mismo autor afirmaba
que la Geografía podría ser construida a partir de la
consideración del espacio como un conjunto de fijos y flujos.
Esto ha sido así en todos los tiempos históricos, con la única
diferencia de que en la actualidad los fijos son cada vez más
artificiales y más fijados al suelo, mientras que los flujos son
cada vez más diversos, amplios, numerosos y rápidos (Santos,
1996).
En definitiva, las relaciones de producción y socioeconómicas
del modo de producción capitalista, tanto en su papel histórico
como en su nueva faceta mundializada, resultan determinantes
para la creación, articulación y transformación del espacio, así
como para la gestión y organización del territorio por parte de
los centros de poder. ¿O es que la preponderancia del capital
especulativo, el “empequeñecimiento” del mundo a causa del
desarrollo de las telecomunicaciones, la exclusión de
continentes enteros del nuevo orden, la creciente polarización
de la riqueza, los millones de desempleados y hambrientos, los
problemas ambientales a escala planetaria, la destrucción de la
agricultura en muchas zonas del globo, el aumento de la
privatización de las empresas públicas, la pérdida progresiva de
funciones del Estado-nación, el aumento del poder y de la
flexibilidad de las empresas transnacionales, la divinización
del mercado o la liberalización comercial a ultranza no van a
tener su correspondiente reflejo en el espacio ?
Por todo ello, y ante el carácter desigual de los procesos
globales, que no afectan a todo el mundo con la misma intensidad
e idéntica forma y crean desequilibrios socioeconómicos y
espaciales que suelen ocultarse, sigue siendo necesaria una
Geografía global e integral que sea capaz de develar dichos
procesos que acentúan la diversidad y la desigualdad
socioespaciales.
LA ACTUACIÓN ESPACIAL DE LAS EMPRESAS
TRANSNACIONALES
La expansión del capitalismo internacional en su nueva faceta
mundializada, que le permite obtener beneficios de amplios
territorios, la dirigen los Estados dominantes mediante la
acción de las grandes corporaciones transnacionales, cuya
participación en el Producto Interior Bruto (PIB) mundial ha
pasado del 17% a mediados de la década de los años sesenta al
30% a finales de la década de los años noventa del siglo XX (Clairmont,
1997). Es evidente que la actuación de estas empresas
transnacionales, aun posibilitada por el progresivo proceso de
mundialización de la economía, la creciente liberalización de
los movimientos de mercancías y capitales, el desarrollo de los
transportes y el avance de las telecomunicaciones, plasma sus
estrategias productivas y de distribución sobre territorios
concretos de los que obtiene el máximo beneficio posible. Como
caso ilustrativo puede comprobarse la actuación espacial del
poderoso conglomerado suizo Nestlé en Brasil, pues desde su sede
paulista controla vastos espacios rurales y urbanos del Estado
de Sâo Paulo y de otros Estados vecinos, al mismo tiempo que
mantiene vinculaciones productivas, comerciales y financieras
con los principales centros de gestión mundiales que actúan de
forma global (Corrêa, 1997).
El cordón umbilical que hermana las distintas zonas implicadas
en el proceso de producción y consumo, y a partir del que se
gestiona el territorio, es la red de instituciones bancarias
cuya localización y distribución espacial en el medio rural no
se realiza al azar, ya que es tan sutil que permite captar no
sólo los beneficios de la actividad productiva, sino también el
pequeño ahorro de los campesinos.
Cuando estas instituciones financieras alcanzan ciertas
proporciones, pueden supeditar a sí mismas las actividades
agropecuarias, industriales y terciarias de toda la sociedad
capitalista. Encareciendo las condiciones del crédito o
concediendo, por el contrario, préstamos en condiciones
ventajosas, la banca puede privar a los capitalistas de los
recursos necesarios o darles la posibilidad de ampliar
rápidamente y en proporciones enormes la producción, aumentando
los beneficios y, por consiguiente, el capital. Es lógico
deducir entonces el destacado papel que las grandes
instituciones financieras y sus brazos ejecutores, es decir, las
diferentes empresas vinculadas a los distintos sectores
económicos, representan en la organización del espacio.
A través de la red bancaria, que abarca espacios agrorrurales,
industriales y urbanos, se canaliza la plusvalía que genera todo
el intrincado proceso productivo para, posteriormente, concluir
dicho ciclo de reproducción del capital con su acumulación en
los centros de poder. Por lo tanto, la dinámica inmanente del
modo de producción capitalista es, en definitiva, la que
engendra la necesidad de que existan centros de gestión del
territorio capaces de organizar un espacio que por propia
definición es capitalista en nuestra actual sociedad.
M. Harnecker (1999) afirma que el capital actual se traslada a
los lugares más alejados del globo, igual que viene haciendo
desde el siglo XVI, pero además “es capaz de funcionar como una
unidad en tiempo real a escala planetaria”. Esto supone un
fenómeno nuevo que sólo es posible a partir de la década de los
años ochenta del siglo XX gracias a los avances de las nuevas
tecnologías de la información y las comunicaciones y a las
nuevas condiciones institucionales que han hecho esto factible
al eliminarse los obstáculos implantados tras la conclusión de
la Segunda Guerra Mundial. De esta forma se cumple el análisis
que K. Marx hizo en su obra El Capital sobre la tendencia
del capitalismo hacia la conquista de todo el orbe como su
mercado, reduciendo su desplazamiento de un lugar a otro a un
tiempo mínimo. En cualquier caso, aunque siempre haya que tener
en cuenta la dimensión política de la mundialización y el
decisivo papel que representan los Estados dominantes en su
expansión, no es menos cierto el error que constituye el intento
de deslindar los objetivos gubernamentales de las estrategias de
sus empresas transnacionales, ya que las principales
instituciones del Estado suelen estar impregnadas por los
intereses de los conglomerados industriales y financieros más
poderosos a través de cuadros directivos afines. Nunca han
faltado gobernantes que hacen actuar a los poderes públicos como
correa de transmisión de los intereses de las firmas más
pujantes o de las confederaciones de empresarios, bien porque
ellos mismos o sus familias participen de forma activa en el
accionariado de esos consorcios, bien porque las empresas hayan
sufragado los gastos de las campañas electorales que les llevó
al poder y luego actúen como grupos de presión (lobby), o
tal vez porque los altos cargos de la Administración se hayan
reclutado en la gran empresa privada, lugar en el que
habitualmente recalan muchos políticos cuando abandonan la
función pública. A este respecto, bien merece una reflexión la
afirmación de J. Dewey, citada por N. Chomsky (1997), acerca de
que “la política es la sombra de los grandes negocios sobre la
sociedad”.
Por todo ello, los grandes conglomerados financiero-industriales
de carácter transnacional aparecen como los forjadores de ese
mundo desigual e interdependiente que genera la mundialización
impulsada por los Estados dominantes donde radican dichas
empresas. Lo que se denomina mercado mundial no es más
que un sistema social cuya evolución está determinada por los
intereses de unos 5.000 capitalistas y políticos de los países
centrales, que giran en torno a las 500 principales
corporaciones transnacionales y, de forma más amplia, alrededor
de las 37.000 empresas transnacionales que configuran los
componentes decisivos del sistema. Las políticas neoliberales,
que propician las aperturas comerciales y la libertad plena para
los movimientos del capital, están diseñadas por estas mismas
empresas, en connivencia con los gobiernos, que siempre
anteponen lo económico, es decir, sus beneficios, a cualquier
consideración social, cultural, política, territorial o
ambiental.
Es lógico pensar entonces que las grandes compañías
transnacionales son las que más se benefician de la
mundialización económica, aprovechando la profunda
transformación en la organización de la producción y de las
demás actividades económicas, lo que representa un cambio
fundamental desde el modelo de producción fordista al de
acumulación flexible bajo una forma organizativa descentralizada
pero compatible con una fuerte concentración empresarial. Desde
comienzos de la década de los años ochenta estas corporaciones
transnacionales han experimentado una expansión ininterrumpida
que les permite dominar incluso a muchos Estados, tal como
sugiere D. C. Korten (1995).
Aun siendo importante, lo más destacable ya no es que las ventas
de la General Motors superen al PIB de Dinamarca o que la
Daimler Benz-Chrysler rebase la riqueza total de Noruega, sino
que cualquiera de los consorcios transnacionales más potentes
supera por sí solo y de manera abrumadora el PIB conjunto de
muchos países poco desarrollados, con todo lo que esto
representa en su capacidad para dominar o imponer condiciones
laborales, sociales, económicas, territoriales, ambientales e
incluso políticas allí donde se instalan. Por otro lado, si un
solo conglomerado de este tipo tiene más poder económico que
muchos países juntos, es fácil imaginar entonces la capacidad
que pueden desarrollar varias de estas empresas unidas en
defensa de unos intereses comunes para el sometimiento y control
económico-financiero de bloques regionales (como el MERCOSUR, el
CAN, el CACM, el CARICOM o la ASEAN), grandes regiones (como
América Latina o el sudeste asiático) o continentes (como
África), sobre todo si se considera que las veinte primeras
empresas transnacionales se localizan en Estados Unidos, Japón y
la UE y lo frecuente que son las participaciones cruzadas en sus
accionariados.
CONCLUSIÓN
El marco económico global mediatizado por el proceso de
mundialización tiene nefastas consecuencias de orden
socioeconómico, financiero, político, cultural y ambiental sobre
la mayoría de los países al perder elevadas cotas de soberanía y
proliferar en ellos la pobreza, pero también de tipo espacial y
geoestratégico porque continentes enteros, como África, quedan
totalmente apartados del nuevo orden mundial, mientras que otras
zonas del planeta, como América Latina, intentan con grandes
sacrificios conseguir una inserción óptima en la economía y el
comercio mundiales, aunque lo cierto es que su papel, tanto en
el capitalismo histórico como en la actual mundialización, se
reduce a ser meros espectadores dependientes. El grado y
naturaleza de la integración que se da entre los países
desarrollados y subdesarrollados siempre ha estado dependiente
de los intereses supremos de los primeros, los cuales recurren a
multitud de estratagemas y presiones para evitar que los
segundos alteren de modo sustancial su posición en el sistema y
el papel que les ha sido asignado por las potencias centrales.
Los países subdesarrollados deben permanecer en el lugar que
desde hace siglos les fue asignado en la división internacional
del trabajo por parte de los centros de poder y decisión
capitalistas, cumpliendo todavía en la actualidad la vieja
teoría de la dependencia o del intercambio desigual
centro-periferia. La mundialización crea un mundo
interdependiente y desigual dominado por los países que ven
crecer continuamente sus economías y elevar el nivel de vida de
sus sociedades. La mundialización lleva unida su propia
contradicción interna, pues a muchas zonas del planeta se les
impide de hecho una inserción efectiva en el comercio y la
economía mundiales.
Además, la historia económica universal demuestra que las leyes
del modo de producción capitalista no buscan la plena
integración de todas las naciones dentro del sistema capitalista
mundial, pues lo contrario sería actuar contra su lógica
inherente, contra su naturaleza esencial. El capitalismo lleva
en sí mismo el desequilibrio y la exclusión porque al mismo
tiempo que crea riqueza la concentra en exceso en personas,
empresas y territorios, y aunque garantiza el crecimiento de la
producción mediante el progreso tecnológico, tiende a excluir
del mercado laboral a un número cada vez mayor de seres humanos.
José Antonio SEGRELLES SERRANO
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